sábado, 3 de julio de 2010

Una vez más

Otra vez. De nuevo. No, no te acerques a mí. No, hoy no. Se lo repite una, dos, tres veces. Otra vez la ira la invade. Nuevamente se llenan sus ojos de lágrimas. Ácidas, dolorosas, envenenadas. Pero las encierra. Bajo llave. No, esta vez no las deja salir. No te acerques a mí. Encierra lágrima a lágrima. Las saborea. Le oprimen el pecho, haciéndola sufrir más. Y más. Y más.
Podría matarte esta noche y no arrepentirme. Repite despacio. Podría matarse a ella misma. Podría. Siempre podría. Pero no puede, no debe. Sabe que no debe. Él no tiene la culpa, ella lo sabe. Nadie tiene la culpa. Es mentira, eso no es cierto.
Otra vez la observan. Otra vez la oprimen. No van a dejarla nunca. Jamás van a darle paz. Ellos la observan, si. Y ella vive bajo la mirada de ellos, oprimida, asustada. Furiosa. Con miedo, con odio. Siempre están allí, siempre mirando. Sus ojos traspasan, la cruzan. Siempre, siempre. La traspasan, la lastiman, pero no pueden ver su interior. No, eso nunca. La hieren con su mirada maligna, la hieren con palabras dulces, dulces pero filosas. Duelen, lastiman, hacen nido en su pecho y jamás se irán. Porque ella no las deja ir. Porque se aferra a ellas y a su odio. Porque ese odio, esa ira no se tienen que ir. No. No te acerques a mí, no. No llora, aún no llora. Ellos no merecen sus lágrimas. Y Siente más y más odio, porque sabe que sucumbirá a él. Maldito y odiado llanto.
Y cuando llore, una sonrisa asomará en sus labios. Y un suspiro de satisfacción se escapará. Ese odio, todo. Todo. Todo ese daño volverá a ellos.

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